Santa Juana de Castilla, de Benito Pérez Galdós
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ACTO SEGUNDO

La escena representa el exterior de una casa de aldea en las inmediaciones de Villalba del Alcor. En la fachada, la puerta de la vivienda, humilde; a derecha e izquierda poyos rústicos; encima emparrado de vid, que aún no ha echado la hoja; en los alrededores, árboles. Toda la decoración respira paz y sosiego campesino. Óyese1 el paso de un rebaño, cencerros lejanos2. En el centro de la escena está sentada Doña Juana en una silla rústica. En los poyos o en las banquetas, las personas que han acompañado a la Reina: Lisarda, Valdenebros, Marisancha y demás. Frente a Doña Juana, y a conveniente distancia, gran multitud de gente campesina, hombres y mujeres de diferentes edades, unos sentados y otros de pie; entre ellos chiquillos de ambos sexos, algunos de éstos descalzos y mal vestidos.


ESCENA I

Peronuño3, Doña Juana, Valdenebros, Lisarda, Poca Misa, Antolín, Sanchico

PERONUÑO.– (Aldeano, dueño de 1a casa, se destaca de la multitud, y acercándose a la Reina, hinca una rodilla en tierra.) Señora y madre nuestra, que honráis con vuestra presencia este olvidado pueblo de Castilla, sabed que os ofrecemos nuestras vidas y haciendas.

DOÑA JUANA.– Después de pasar la noche en Villalba del Alcor, en la dulce compañía de Valdenebros y Lisarda, he querido visitar una aldea de las más humildes de esta tierra, y por eso estoy aquí respirando con vosotros el aire campesino; no soy la primera castellana, ni tampoco la última: vosotros y yo somos lo mismo. Levántate, amigo.

PERONUÑO.– (Poniéndose en pie.) Señora, cómo pasan años y años sin que podamos veros; vuestra visita nos causa satisfacción tan grande, que no atinamos a expresarla. En mi larga vida no he tenido un gozo tan extremado como el que agora4 siento.

DOÑA JUANA.– Eres muy viejo, Peronuño; tu cara me lo dice.

PERONUÑO.– Tan viejo soy, señora, que me acuerdo de vuestra santa madre doña Isabel cual si viéndola estuviera. Á estos pueblos a caballo venía con reducida escolta de jinetes y espoliques5, buscando necesidades que remediar y pleitos que resolver. ¡Ah! No ha existido ni existirá en el mundo reina como aquella Cuando se la llevó Dios, estos pueblos quedaron desamparados y huérfanos. Y luego nos han traído esa caterva de flamencos que andan por acá rebañando los maravedises6 que con tantas fatigas ganamos.

VALDENEBROS.– Buen Peronuño, no hables a la Reina de cosas tristes, que Su Alteza ha venido aqui a esparcir su ánimo, no a entenebrecerlo7.

PERONUÑO.– ¿Cosas alegres? Pues verá vuesa8 merced: Ya era yo casado9, y con hijos, cuando entraron en Tordesillas aquellos arrogantes caballeros que nos traían la buena nueva de las Comunidades. Les vi llegar ante nuestra Reina, que está presente, ofreciéndole devolverle el gobierno. de aquestos10 reinos. Traían aparejada la Constitución hecha en Ávila para los reinos de Castilla, y tropa muy aguerrida, alzada en Toledo, Segovia, Salamanca y Zamora. Cerca de aquí empeñaron batallas y más batallas, pero...

DOÑA JUANA.– (Interrumpiéndole dolorida.) No Sigas; en Torrelobatón fueron desbaratados por las tropas imperiales, y…

PERONUÑO.– Media legua11 de aquí, a las puertas de Villalar, vi entrar a Padilla, Bravo y Maldonado. Iban maniatados; y a la mañana siguiente, por mano del verdugo, perecieron degollados en Villalar.

DOÑA JUANA.– (Muy emocionada.) Padilla dijo a sus compañeros: «Amigos, ayer fue día de pelear como caballeros; hoy es día de morir como cristianos.»

VALDENEBROS.– (Reprendiéndole.) ¡Peronuño!...

DOÑA JUANA.– Dejadle12 que hable. Me ha recordado el día más triste de mi vida en este destierro.

PERONUÑO.– Pues si la señora me da licencia, le contaré que también en un torreón de Simancas vi morir ahorcado al Obispo Acuña, el clérigo más animoso y más bravo que ha existido en España y en el mundo entero.

LISARDA.– Ya se os ha dicho que no habléis de trágicos acaecimientos. Pedid a la Reina lo que deseáis para mejorar vuestra existencia campesina.

PERONUÑO.– Si hubiéramos de importunar a la señora -con la cantinela del malestar y las fatigas que acá sufrimos, no acabaríamos nunca. Aquí hay no pocas labradoras que se pasan la vida descuajando estos terrones para que todo se lo lleve el fisco. Adelántate, Poca Misa, y -cuéntale a la Reina las apreturas que pasamos para malvivir en estos secanales13.

POCA MISA.– (Avanza entre la multitud.) Señora, si me dais 'licencia...

DOÑA JUANA.– (Vivamente.) ¿Y por qué te llaman a ti Poca Misa?

POCA MISA.– Porque nunca puedo oírla de cabo a rabo14, ni aun agora15 que estamos en Semana Santa.

DOÑA JUANA.– (Sorprendida). ¿Pero estamos en Semana Santa?

LISARDA.– Sí, señora; salimos de Tordesillas el Lunes Santo.

DOÑA JUANA.– No había caído en ello. Sigue sigue16, Poca Misa.

POCA MISA.– Soy viuda con seis criaturas; dos mellizos, a los que crie a mis pechos con ayuda de Dios Nuestro Señor. Huelgo decir a Vuesa Majestad el sin fin de mis trabajos. A los pequeñicos y a los mayorcicos17 cuidarlos de limpieza y sustento. Y aluego18, en mi heredad, poner estas manos a todas horas para que la tierra nos dé lo que necesitamos para vivir.

DOÑA JUANA.– ¡Pobre mujer! Ahora comprendo que no puedas estar el tiempo debido en la iglesia.

POCA MISA.– Ansí19 es, señora. Una mañana, al salir de la parroquia, topé20 con un fraile, que me echó unos latines21 y me mandó quedarme en la iglesia. Yo me planté y le dije: «So hi... de tal22, si quiere que yo me quede rezando aqui, vaya en mi lugar, coja el azadón, lábreme la tierra y cuídeme a los críos». (Risa general.)

VALDENEBROS.– Muy bien, Poca Misa. Tu respuesta fue muy acertada.

DOÑA JUANA.– ¿Y los mellizos, te viven23?

POCA MISA.– Sí, señora. Sanos y gordos los tengo como las mantecas de Dios24... Pues a lo que iba25: las labradoras, que no tenemos más que el día y la noche26, pedimos a Vuesa Grandeza27 que nos quite esa roña28 de pechos, alcabalas, foros, gabelas y otras socaliñas29, y que no parezcan30 por acá esos zánganos31 que, so32 color de favorecernos, vienen a llevarse el fruto de nuestro sudor, para costear las endiabladas33 guerras de los países que llaman bajos, tierra de flamencos, y los países de romanos, de italianos, de turcos y los de infieles, que son las alimañas.

VALDENEBROS.– No, mujer. Alemanias34 querrás decir.

POCA MISA.– Lo mesmo35 da.

DOÑA JUANA.– Yo me intereso por todos, y hablaré a mi hijo una y otra vez para que os alivie de tantas cargas onerosas. (Al oír esto prorrumpen todos en vítores y aclamaciones de júbilo. Los chiquillos36 tratan de romper las filas y lanzarse hacia la Reina, pero los padres les37 contienen.- Doña Juana, cariñosa.) Dejad, dejad que los niños se acerquen a mí. (Los chicos se acercan, y Doña Juana les acaricia. Los más pequeñitos quedan detrás como cohibi dos, y dos mayorcitos se ponen delante, junto a Doña Juana. Esta, además de acariciarle, les habla.) ¿De dónde sois? ¿Cómo os llamáis?

ANTOLÍN.– Yo soy de Tagarabuena, tierra de Toro; me llamo Antolín y mis padres son labradores.

DOÑA JUANA.– ¿Y estudiáis algo? ¿Sabéis leer?

ANTOLÍN.– Yo no sé leer; el que sabe es este38, que se llama Sanchico39 y estudia para cura.

SANCHICO.– (Protestando.)Mentiroso. Sé leer y escribir, pero no estudio para cura.

DOÑA JUANA.– (Acariciándole40.) ¿Te incomodas porque tu amigo te dice que estudias para cura?

SANCHICO.– Sí, señora; me incomodo porque no es verdad. Mi madre, que es lavandera de los frailes de San Francisco, me ha puesto a estudiar latín con uno que llaman Fray Alonso de Rebolledo; pero este señor, que antes que fraile fue soldado, no me enseña latín, sino el arte de la guerra, y sabe más de batallas, de asaltos, de tercios, marchas y contramarchas que el Gran Capitán41.

ANTOLÍN.– (Riéndose.) Señora, no haga caso.

DOÑA JUANA.– (Sonriendo.) ¡Hombre, más que el Gran Capitán! Mucho decir es eso42. ¿Y qué te enseña tu maestro, fraile y guerrero?

SANCHICO.– Muchas cosas. Ahora me enseña a manejar el arcabuz; ya sé apuntar y hacer disparos.

DOÑA JUANA.– ¡Qué valiente! Y el día que sepas manejar el arcabuz, ¿qué vas a hacer?

SANCHICO.– ¿Qué voy a hacer? Pues el día que algún deslenguado43 se atreviera hablar mal de Su Alteza y llamarla loca, le apunto veinte pasos y le meto una bala entre ceja y ceja44.

DOÑA JUANA.– (Con sorna.) No, hijo, no45 tanto. No debemos ser tan violentos ni precipitados. Además, Dios manda que perdonemos las injurias y hagamos todo el bien posible a nuestros semejantes.

SANCHICO.– Señora, déjeme a mí de perdones y de blanduras; yo no quiero más que guerra, guerra y guerra.

ANTOLÍN.– Señora, este es de la piel del diablo46.

SANCHICO.– Yo he de llegar u mandar una tropa muy grande, con muchos caballos, pedreros, cañones; sitiar una plaza, tomarla, saquearla y llevarme el botín...

DOÑA JUANA.– Y más que esas empresas guerreras, ¿no te gustaría una vida tranquila en tu casita47, labrando una heredad y sacando de ella el trigo, hortaliza, fruta?...

SANCHICO.– Señora, eso se queda para estos del yo me lo guiso y yo me lo como48.

ANTOLÍN.– Pues yo...

DOÑA JUANA.– Calla, calla. Este pica más alto que tú49, y descollará en la guerra más que tú en la paz; pero la paz y la guerra combinadas hacen felices a los pueblos. Vosotros, cuando seáis hombres, trabajad por Castilla y hacedla venturosa y rica.

PUEBLO.– ¡Viva la Reina de Castilla!

DOÑA JUANA.– (Muy turbada.) Reina de nombre nada más.

PERONUÑO.– Su Alteza no es reina efectiva porque no quiere serlo. Recobre la señora los reinos que le han quitado, y todos seremos felices.

DOÑA JUANA.– No, Peronuño. Los reinos de Castilla, Aragón, Nápoles, Milán, todo lo de Flandes y Alemania y los inmensos territorios del Nuevo Mundo, son gobernados por mi hijo Carlos.

PERONUÑO.– Los países distantes, de cualquier religión o estatuto que fuesen, no nos atañen poco ni mucho; lo que sostenemos y afirmamos es el deseo de que este sagrado suelo sea gobernado por su legítima Soberana, y nosotros, con ayuda de Dios, estamos decididos a derra mar nuestra sangre por resucitar las Comunidades de Castilla.

TODOS.– (Con gran estruendo.) ¡Viva Castilla!

VALDENEBROS.– Lo que quiere decir este buen hombre es que la voluntad de Su Alteza dé vida a un Estado nuevo.

PERONUÑO.– Eso, eso. Y los otros países que se arreglen como les cuadre.

DOÑA JUANA.– ¿Y ese nuevo Estado queréis ponerle en Rioseco, bajo la custodia y gobierno del Almirante de Castilla, don Fadrique?

PERONUÑO.– No, no.

DOÑA JUANA.– ¿Por ventura queréis ponerle en Bargos, bajo la autoridad del Condestable de Castilla, que sería la cabeza del nuevo Estado?

PERONUÑO.– Tampoco.

VALDENEBROS.– Ni el Almirante ni el Condestable deben regir el nuevo Estado. Castilla debe ser inseparable de esta ilustre señora, hija y heredera de la gran Isabel.

DOÑA JUANA.– ¡Pobre de mí! Yo no sirvo para eso. Hablaré con mi hijo, y él os concederá lo que deseáis: un gobierno patriarcal... El pueblo en estrecha unión con la Corona.

PERONUÑO.– Pero vuestro hijo es el emperador, y el emperador no nos quiere.

DOÑA JUANA.– Sí os quiere. Yo sé que os quiere.

POCA MISA.– (Manoteando.) El Imperio no quiere más que a los flamencos, y nosotros no queremos ni imperios ni flamencos.

VALDENEBROS.– Poca Misa, cállate. Y vosotros todos oídme: Los flamencos no son tan malos como creéis. Fraternizad con ellos; trabajad todos juntos en la labor de la tierra y en las artes, y veréis cómo al fin las 'comarcas españolas serán felices y ricas.

PERONUÑO.– Procuraremos entendernos con los flamencos, y quiera Dios que el Emperador mire por estos desdichados pueblos.

POCA MISA.– (Manoteando.) Bien venido sea el Imperio si nos ampara, pero a condición de que esta santa reina sea nuestra emperadora50.

SANCHICO.– (Aproximándose al grupo de mujeres.) Pero ¡qué bruta eres! No se dice emperadora,

POCA MISA.– ¿Pues cómo se dice?

SANCHICO.– (Con suficiencia.) Se dice emperatriz.

POCA MISA.– ¡Cállate, arrapiezo51: qué sabes tú! (En el grupo donde está Poca Misa y 108 chiquillos se hace algo de barullo.)

VALDENEBROS.– (Acercándose.) ¡Callad, callad! Su Alteza será reina efectiva de Castilla cuando ella se determine a cambiar su cristiana mansedumbre por una ambición gallarda más conforme con los deseos de su pueblo.

DOÑA JUANA.– (Con dolorido acento.) ¡Dejadme..., dejadme a mí!... Quiero acabar mis días en la obscuridad..., en el silencio...

Benito Pérez Galdós Benito Pérez Galdós